por Alejandra Perinetti
El festejo del día del niño surgió en Europa luego de la Primera Guerra Mundial y ante la conciencia por parte de activistas humanitarios respecto a la necesidad de proteger a los niños y niñas del destrozo y caos generalizado que veían a su alrededor.
Crear un día de festejo en aquel contexto de sufrimiento fue, de algún modo, la oportunidad para que los niños pudieran abstraerse del horror que los rodeaba y fue para el mundo adulto la posibilidad de centrar la mirada en la niñez emocionalmente.
Con el paso del tiempo, la fecha queda instalada y adquiere una importancia central para destacar el valor formativo, sensibilizador y posibilitador del juego. Pero además, como un momento para exigir el resguardo de otros aspectos que inciden en la calidad de vida de niños, niñas y adolescentes.
Con este primer antecedente, en 1924 se sanciona la Declaración de Ginebra sobre los derechos de los niños. Solo tras el horror de la Segunda Guerra Mundial y ante la preocupación internacional por la situación de la niñez se impulsó en 1959 la Declaración Universal de los derechos del niño y 30 años más tarde, en 1989 se estableció la Convención sobre los Derechos del Niño. Uno de los instrumentos internacionales más ratificado alrededor del mundo que retoma y amplía aquella preocupación inicial de proteger a la niñez.
La Convención contempla la protección de los niños, niñas y adolescentes en el más amplio de los sentidos, a crecer sin violencia, a vivir en familia, a una atención de la salud de calidad, a una educación inclusiva, a no discriminar y también protege el derecho al juego y a la recreación como elementos centrales del desarrollo infantil.
En un mundo donde las exigencias de horarios, el estrés, las responsabilidades, las aspiraciones personales y las dificultades económicas, comúnmente ocupan el centro de la existencia adulta, la calidad del tiempo compartido con los niños se ve afectada. En el cotidiano adulto, la recreación y el juego de los niños suele limitarse, en un extremo a una gran acumulación de juguetes, en otro a la ausencia total de ellos.
Así, a lo largo de los años en nuestro país el día del niño se ha convertido, en el día del juguete. Tanto para quienes cuentan con poder adquisitivo para comprar el juguete de última generación, como para quienes juntan algunas monedas para conseguir un juguete que permita robarle una sonrisa a un niño. A partir de esta particular modalidad de festejo, un día que tiene un origen humanitario con el tiempo se ha convertido en un nicho de mercado.
Es fundamental que recuperemos, como sociedad, el valor de jugar, de compartir tiempo de recreación, imaginación y risas. Dicho en otras palabras, tiempo de calidad.
Propongamos entonces regalar tiempo para jugar, tiempo de compartir y construir recuerdos que hablen del afecto y la alegría. Tiempo para dejar de lado por un par de horas las exigencias del mundo adulto y centrarnos en el juego. Darle a cada niño la oportunidad de ser niño jugando: en una plaza, en el parque, en la cuadra del barrio, en la sala o el comedor; con juegos de mesa o con barriletes improvisados, a la escondida o a la mancha.
El 18 de agosto devolvámonos a cada uno la oportunidad de compartir, de interactuar, de ensuciarnos las rodillas y de que la panza duela, pero de risa, regalemos tiempo para jugar.
(*): Directora Nacional de Aldeas Infantiles SOS Argentina.